b) allí donde se obtienen los títulos que capacitan para el ejercicio de las distintas profesiones; c) una prolongación a un nivel superior de los estudios medios. Son algunas respuestas más o menos tópicas, que solo de un modo cifrado apuntan a lo distintivo del quehacer universitario. Trataré, para descifrarlas, de acudir a la génesis de la universidad, latente en las anteriores aproximaciones, a la vez que desdibujadas.
Algo que falta en esas respuestas es la alusión a la unidad del saber, que alienta en la pluralidad de grados universitarios y asignaturas dentro de cada grado. El saber propiamente está presente en el ser humano como tendencia fundamental, según advirtió Aristóteles en el pórtico de su Metafísica, y también está presente como hábito consolidado en el entendimiento humano, que se prodiga en dichos comunes y sentencias. Lo universitario no es tanto preparar para una profesión cuanto avivar el saber, institucionalizado en facultades y escuelas universitarias y dentro de cada una en departamentos, bibliotecas, proyectos de trabajo, laboratorios, etc.
La génesis de la universidad está ligada a la Europa del Medievo (con algunos preanuncios en Bizancio y los países árabes), que reconoce ahí una de sus señas de identidad. Ya muchos siglos antes en la Academia y el Liceo atenienses se cultivaba el saber de modo unitario en su más amplia expresión propia de aquel entonces. Basta compararlo con el aprendizaje inicial de las matemáticas en Egipto con la mira de calcular cómo contener las crecidas del Nilo para advertir la diferencia entre una motivación pragmática noble y el primer tratado de Geometría que son Los elementos de Euclides a través de las definiciones, axiomas y teoremas. Los estudios de Derecho, Astronomía, Retórica, Filosofía, Ciencias de la Naturaleza o Historia son muestra de esta dedicación al saber por sí mismo, que en el Medievo se plasmaría inicialmente en el Trivium y el Quadrivium. Pero hasta el siglo XIII no comenzarán a aparecer diseminadas las primeras universidades en suelo europeo, como Bolonia, París, Palermo, Salamanca, Oxford o Palermo. Cada una con sus orígenes fundacionales propios, pero todas tienen en común lo que podemos llamar “conciencia institucionalizada de la unidad del saber”.
Es asombroso el paralelismo entre la conciencia de identidad europea y el talante universitario, como se patentiza en buen número de rasgos. He aquí algunos: 1) En vano buscaríamos unos signos geográficos naturales o una etnia o un régimen político definido como factor unificador europeo; más bien la unidad se forja entre todos caminando hacia un punto de referencia común (piénsese en los caminos de peregrinación europeos hacia Santiago) en medio de las divisiones y desencuentros entre los más diversos pueblos. Análogamente, la unidad, recogida nominalmente en el término uni-versidad, no es algo ya adquirido, sino que está en búsqueda o investigación constante entre aquellos que la integran desde sus diversas ramas. 2) Europa se caracteriza por su vocación universal. Por abundantes que hayan sido sus particularismos y desviaciones en relación con el ideal, ha sido típico del ser europeo la impronta dejada en otros continentes a través de la difusión del humanismo en el respeto a lo autóctono de cada cultura. De un modo similar, la universidad no está adscrita a un territorio determinado, ni a una u otra expresión cultural; bien lejos de todo localismo, vive y se expande en el intercambio y la apertura de los conocimientos. 3) El protagonista en Europa es el individuo humano libre en el tejido de relaciones a las que a nativitate está orientado, empezando por la familia, el barrio, la ciudad, los gremios…, en el extremo opuesto a las tribus, que se aíslan y protegen las unas de las otras. En correspondencia con ello, empieza a haber universidad cuando se reconoce el ius ubique docendi, hoy recogido en las diversas formas de intercambio interuniversitario, de las que tantos nos hemos beneficiado, cualquiera que sea la colectividad a que pertenezcan los individuos.
Pero no sería completo ni justo si se excluyera de esta tipología la aportación decisiva del cristianismo para el nacimiento y la constitución de las universidades, lo cual en buena parte da razón de los perfiles acabados de consignar. El Dios de los cristianos es el Logos, del que proceden todas las cosas en su verdad última. Por ello desde sus inicios la enseñanza cristiana no derivó en un culto exotérico, reacio a los saberes del momento, sino que fue decantando en las profesiones de fe, las cuales adoptaron las elaboradas categorías filosóficas clásicas para sus formulaciones definitivas en los concilios de los primeros siglos. El ethos cristiano asume y afianza las posibilidades naturales más propias del hombre, entre las cuales destacan muy en primer término la apertura a la verdad trascendente y las virtudes morales ya descubiertas en el mundo griego y romano, pero ahora ampliadas en su alcance al estar encauzadas por una destinación trascendente. Entre tantas otras, la esperanza tiene un radio mayor cuando se sabe que el hombre es capax Dei, o el amor no está tendencialmente fijado cuando se reconoce que el hombre es amado primero por Dios. Vamos a fijarnos a continuación en cómo se reflejan en el hacer del universitario estas dos marcas originariamente cristianas, la una teórica y práctica la otra.
Uno puede preguntarse: ¿cómo se puede tener presente la unidad del saber como un todo, si a la vez hay especialización en algún sector suyo? Respuesta: desde la conciencia de los límites de lo que se estudia y desde la noción de horizonte, que se abre a lo que está más allá y comunica los distintos saberes. Un biólogo aborda al hombre desde una perspectiva formal distinta a la de un historiador, un psicólogo o un antropólogo, pese a que todos ellos intersectan en el ser humano. O un geólogo trata la Tierra bajo un aspecto diferente al de un geómetra o un geógrafo, pero temáticamente es un mismo objeto con una pluralidad de lados o dimensiones. De aquí la diversidad propedéutica de métodos en las distintas ciencias. Exclusivizar alguno de ellos es lo típico de la deformación profesional. La mentalidad universitaria reconoce una jerarquía en el conjunto del saber, donde la teología, la filosofía y las humanidades en general tienen, según la concepción originaria de la universidad, un lugar troncal. Las ciencias forman entre sí un todo orgánico, y cuando no se lo admite, es porque se privilegia alguna de sus partes y se invade a las demás. Ocurre en el positivismo, al precio de concebir el saber enciclopédicamente, como una colección de partes, y poner el énfasis en los hechos experimentales.
Esto nos lleva a reparar en la mentalidad o ethos genuino del universitario, articulado en sus varias facetas de modo semejante a como se vertebran entre sí las virtudes humanas. Lo expondré al hilo de algunos ejemplos. No es posible crecer en una virtud a costa de las demás, ni siquiera aisladamente: una justicia sin clemencia se convierte en una caricatura de sí misma. Las virtudes se templan unas a otras en la unidad del carácter, al igual que las acciones componen entre sí una unidad narrativa. Algo semejante ocurre con la interdisciplinariedad del saber, en tanto que las disciplinas se complementan y armonizan cuando se articulan en el organismo del saber, ramificado en divisiones y subdivisiones. Y así como la prudencia es generadora de las otras virtudes de medios, ejerciendo como lo que les proporciona su justo medio o equilibrio, también la filosofía ejerció en sus orígenes como unificadora de las distintas ciencias, que se fueron desgajando en la medida en que encuentran una metodología apropiada; y la teología remite a las preguntas últimas por el origen y el sentido, que la filosofía deja pendientes (piénsese, por ejemplo, en el problema del mal, que a un nivel solo filosófico aparece como un escándalo, en el sentido etimológico de scandalum, piedra-obstáculo).
Entender la vida universitaria y sus prácticas internas como bienes que se buscan por sí mismos, y no como medios estratégicos en función de un objetivo externo a ellos, contrasta con los niveles de cada vez mayor especialización en las ciencias particulares, así como con la compartimentación de las sociedades según roles crecientemente segmentados. Ortega y Gasset lo llamaba la barbarie de la especialización, que corre paralela con la desmedida burocratización de las distintas tareas y funciones en la universidad. Recuperar su unidad espiritual, no perdida del todo, es uno de los desafíos más acuciantes en nuestra época.
Urbano Ferrer (Catedrático Emérito de Filosofía Moral, Universidad de Murcia)
La modernidad ha sido univocista, y la posmodernidad, equivocista. Por eso hace falta una salida analogista, para salir de ese impasse en el que se encuentra la filosofía en la actualidad. Poniendo ejemplos, el positivismo ha sido univocista, el posmodernismo ha sido equivocista; y ahora se trata de encontrar una tercera vía, que será analogista.
La analogía es la proporción. Los pitagóricos la tomaron de la matemática y la incrustaron en la filosofía. Quisieron la exactitud completa, pero les falló, por los números irracionales y la inconmensurabilidad de la diagonal, en el teorema de Pitágoras. Por eso acudieron a mediar todo eso proporcionalmente. De los pitagóricos pasó a Platón, que tuvo amigos de esa corriente. Él la usó intercalando mitos en sus diálogos filosóficos. Y, además de la proporción añadió la atribución jerárquica, porque tuvo una visión jerarquizante del mundo, desde las Ideas subsistentes hasta la materia. De él la recibió Aristóteles, que acogió las dos, la de proporcionalidad, pitagórica, y la de atribución, platónica, y fue el genio que dio sistematicidad a la teoría.
En la Edad Media la recibieron, sobre todo, San Buenaventura y Santo Tomás. El primero, de un modo más alegórico, en una expresión más poética. El segundo, de un modo más literal, aunque sin perder la carga simbólica. Decían que conocemos a Dios por analogía con las creaturas. Hubo, además, un místico, el Maestro Eckhart, que hizo un uso de la analogía muy personal, pues ponía a Dios como el analogado principal y a las creaturas como analogados secundarios demasiado pobres, hasta llegar a decir que, por comparación con Dios, eran pura nada.
El concepto de la analogía pasó por el Renacimiento, con el cardenal Cayetano, gran sistematizador de la teoría. En la modernidad fue aceptado, al menos en parte, por Kant, quien lo utilizó para interpretar los símbolos. Después fue recogido por Charles S. Peirce, en forma de signo icónico, ya que es el signo que se encuentra intermedio entre el índice y el símbolo. En México atendió a la analogía Octavio Paz, pues la veía como el núcleo de la poesía.
Y es que la analogía tiene como dos caras la metáfora y la metonimia. En efecto, las dos clases principales de la analogía son la analogía de proporcionalidad y la analogía de atribución. La analogía de proporcionalidad es horizontal, pues aglutina y coordina los análogos. Y puede ser de proporcionalidad propia; por ejemplo en “La raíz es al árbol lo que el cimiento a la casa”. O puede ser de proporcionalidad impropia o metafórica; por ejemplo en “Las flores son al prado lo que la risa al hombre”, y con ello entendemos la metáfora “El prado ríe”, porque está florecido. La analogía de atribución es vertical, jerárquica, porque parte de un predicado o atributo, que se atribuye a unos analogados de manera más propia y a otros de manera menos propia. Por ejemplo, “sano” se atribuye de manera principal al organismo, porque es el que tiene la salud; y de manera secundaria a la comida, porque mantiene la salud, la medicina, porque la restituye, la orina, porque la significa, etc. Y tanto la analogía de atribución como la de proporcionalidad propia son metonímicas, mientras que la de proporcionalidad impropia es metafórica. De ese modo la analogía abarca la metáfora y la metonimia. Por eso, en una hermenéutica analógica, hay la posibilidad de interpretar textos científicos, a través de su aspecto de metonimia, y textos literarios o poéticos, a través de su aspecto de metáfora. Tal es la riqueza de una hermenéutica analógica.
La hermenéutica analógica se ha aplicado a diversas disciplinas de las Humanidades. Sobre todo a la filosofía, en la que ha servido para evadir el absolutismo del positivismo lógico de la filosofía analítica y el relativismo excesivo de la filosofía posmoderna. En la actualidad es sobre todo el relativismo extremo el que está siendo el gran problema, pero ya la filosofía posmoderna está de salida, y están llegando nuevas corrientes filosóficas, más inclinadas al realismo.
La hermenéutica analógica fue propuesta en el Congreso de la Asociación Filosófica de México, llevado a cabo en Cuernavaca, en 1993. Desde entonces se ha extendido a muchas partes, tanto de Europa como de América Latina. El libro principal es el Tratado de hermenéutica analógica, de 1997, con una 6a. edición de 2019 en la UNAM, así como el libro Perfiles esenciales de la hermenéutica, de 1999, con una 7a. edición en 2013. En la Editorial Lambda se ha publicado el libro Hermenéutica analógica e icónica. Indicios en la historia para la actualidad, en 2022.